Al quedarse
enfrentados los dos soldados pensaron que se encontraban delante de un espejo.
Si a uno le faltaba la pierna izquierda, al otro le faltaba la derecha, y con
los brazos sucedía tres cuartos de lo mismo pero del lado contrario, cosa que
les venía bien para poder mantener el equilibrio con las ya familiares muletas.
En cuanto a los ojos, a ambos les faltaba uno, queriendo la casualidad que
fueran del mismo color miel los que resistían en sus cuencas.
Bien pensado, no
era ninguna locura sellar aquel pacto en el hospital de campaña: si uno de los
dos moría, donaría el cuerpo a su hermano de armas para que, mediante las
operaciones oportunas, reconstruyeran a un hombre completo, sin mermas con las
que presentarse delante de la enfermera de la que ambos se habían enamorado de
una manera irracional.
Desde entonces,
no volvieron a conciliar el sueño. Siempre alertas, siempre temerosos de las
intenciones de su otra valiosa y necesaria mitad.
Ginés S. Cutillas
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